Richard Ford – El buen Raymond

Conocí a Raymond en el otoño de 1977, de hecho no hace tantos años, aunque, por supuesto, lleva muerto casi la mitad de ese tiempo. Fue en uno de esos festivales literarios tan exclusivos que todavía tienen lugar en las universidades norteamericanas. Un grupo heterogéneo de escritores —poetas y prosistas— se autoconvocan en un campus universitario (en este caso, en la SMU, la Southern Methodist University de Dallas). Cada día, a última hora de la tarde, se realizan lecturas y se organizan mesas redondas, antes hay clases con estudiantes y, ya tarde por la noche, en el bar del Hotel Hilton, con amigos, a veces una francachela de bajo nivel, nada demasiado serio, todo gratis. Es lo que constituye la vida literaria fuera de Nueva York.

Ray y yo éramos figuras menores en un grupo que incluía también a Philip Levine y E. L. Doctorow, ya entonces insignes estrellas literarias. Un amigo común de la SMU nos había introducido en el «profesorado» como medio para poder llevar algo de dinero en los bolsillos y proporcionarnos cierta exposición pública necesaria. Yo había publicado el año anterior una novela sin particular éxito de crítica, Ray su primera recopilación de relatos, ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, nominada al Premio Nacional del Libro.

Con honestidad debo decir que en aquel momento no sabía quién era Raymond Carver. Entonces no estaba claro que en los años siguientes todo el mundo conocería su nombre, que sus relatos serían un modelo formal, ni que sería elevado a la categoría del «Chéjov americano». (Es difícil, por supuesto, recrear la condición de ignorancia una vez que la experiencia ha aportado tanto conocimiento. Sin embargo, es un hecho al que todos los escritores damos vueltas en la cabeza cuando tratamos de hacer que la experiencia ficticia parezca real.)

Es posible que yo hubiese oído antes el nombre de Raymond Carver, que me hubiera enterado de algunos salvajes y confusos episodios de borrachera literaria en Bay Area o en Iowa City, dos lugares de los que sabía poco. (Yo, por extraño que parezca, vivía en Princeton.) Pero estoy seguro de que no había leído nada de Carver. Yo tenía treinta y tres años y Ray rondaba los treinta y nueve. Ninguno de nosotros había levantado todavía la cabeza por encima del ambiente nebuloso en el que viven los jóvenes escritores —a veces durante años, a veces para siempre— y en el que se tiene una vaga conciencia de un «mundo de la escritura», de unos pocos nombres de la periferia de ese mundo, unos cuantos relatos, una irrupción ocasional en la imprenta, con la predominante preocupación de trabajar con empeño para convertir el aislamiento y la persistencia en una virtud y el anonimato en subrepticio asalto al conocimiento público.

Digo esto último porque Ray y yo éramos los típicos norteamericanos decididos a tratar de ser escritores y productos de un ambiente que incluía la universidad, los talleres de escritura, enviar relatos a publicaciones trimestrales, asistir a cursos de posgrado y tener profesores que eran escritores —uno de los míos fue Doctorow—, un ambiente en el que todos procurábamos mejorar el modo de vida medio norteamericano de posguerra mediante cierta clase de pedagogía. Raymond había estado en Iowa y en Stanford. Yo había asistido a la University of California-Irvine y tenía un máster en bellas artes. Ray decía que tenía uno, aunque en realidad no se había quedado el tiempo suficiente para obtenerlo. Pero ambos habíamos entrado en el mundo de la escritura a través de esos medios institucionales, tal como lo habían hecho Flannery O’Connor y Tennessee Williams años antes, y esa vía nos fue llevando de un lugar a otro y poniéndonos en el camino muros que debíamos alcanzar y tocar antes de poder levantar con nuestros escritos algún edificio que nos resultara convincente.

En 1977, Ray estaba casado, tenía dos hijos adolescentes y no hacía mucho que había dejado la bebida: un año y medio, umbral mínimo de sobriedad, según los entendidos. En efecto, lo primero que recuerdo haber oído acerca de Ray aquella semana en Dallas, incluso antes de prestarle atención, es que había estado mucho tiempo sumergido en la bebida, que había tratado una y otra vez de dejarla y finalmente lo había logrado con la ayuda de Alcohólicos Anónimos, pero que existía un grave riesgo de recaída. Invitarlo a una fiesta de escritores o a dar clases en tu universidad, prestarle el coche, encargarle que se ocupara de tu piso en tu ausencia o que sacara a pasear a tu perro podía resultar peligroso.

No recuerdo el momento exacto en que nos conocimos, aunque conservo una imagen dándonos la mano en un gran vestíbulo acristalado y lleno de gente con chapas de identificación. Sin embargo, recuerdo quién era entonces, qué aspecto tenía. Más tarde tendría el aspecto del muchacho cálido y sólido de la fotografía de Marión Ettlinger: corpulento, bien arreglado, guapo y bronceado, las facciones duras casi de indígena y el pelo bien cortado. Pero en 1977 era alto, flaco, huesudo, vacilante y hablaba poco y en un susurro entrecortado. Parecía simpático, aunque un poco asustadizo, pero no de una manera que asustaba a su vez al interlocutor, sino más bien como sugiriendo que acababa de estar contra las cuerdas y que por nada del mundo quería volver a encontrarse en esa situación. Sus dientes necesitaban la atención del dentista. El pelo era tupido y enmarañado. Tenía manos rudas, patillas largas y espesas, llevaba gafas con montura de concha negra, pantalones de color mostaza, una fea camisa de rayas marrón y morado de la planta de oportunidades de Penney’s y zapatos de un gusto afín a los de la marca Hush Puppies. Era como si hubiera bajado de un autobús de la Greyhound de 1964 y viniera de algún sitio en donde hubiese estado realizando sobre todo labores de conserjería. Y era absolutamente irresistible.

Soy un hombre que cuida su indumentaria. Soy un macho blanco del Sur, ex miembro de una fraternidad, perpetuo solicitante de empleo. Me gusta cierto tipo de ropa: algodón aquí, algodón allá, bonitos mocasines bien lustrados, chaquetas sin hombreras. Es un estilo.

Ray era todo lo contrario, al menos en apariencia: un hombre que tenía realmente otras cosas en la cabeza. En 1977 Ray Carver estaba hambriento, y no de una comida decente. También se podría decir que parecía angustiado. La adversidad lo acechaba y él trataba de estar alerta. Reía abruptamente y luego volvía a su estado de reserva seria pero insegura. Movía los ojos con inquietud. Tenía los hombros anchos y ligeramente encorvados. Parecía querer acercarse a su interlocutor, estar de acuerdo con él sobre algo importante que ambos sabían, sobre literatura a ser posible —admiración por el libro o el poema de alguien—, pero no colmar la distancia por completo. «Sí, oh, sí, claro. ¡Dios sabe que no puedo estar más de acuerdo!» Su voz era áspera, profunda. Sus ojos parecían evadirse pero volvían al interlocutor, como si estudiaran algo, la opinión que éste tenía de él. Parecía vulnerable, en fin. Y todo —la ropa, las manos, el pelo (si uno apoyaba las manos sobre sus hombros, cosa que por entonces todos solíamos hacer, y se le acercaba)—, todo, olía a tabaco. Pero nada olía a alcohol. El alcohol había quedado atrás.

La noche que conocí a Ray hicimos una lectura en una sala multiusos muy resonante, grande, fría y con aspecto de granero del campus de la SMU. Había otros que, a diferencia de lo que me ocurría a mí, parecía que sabían quién era Raymond Carver, ya que había ido mucha gente a escucharlo. Ray leyó un relato que había titulado «¿Qué es lo que quiere?», que es mi favorito. El cuento se refiere a una pareja al borde de la bancarrota y de perderlo todo, que decide vender su lujoso descapotable (emblema de tiempos mejores) antes incluso de que se presente en la puerta de su casa alguien con intención de ejecutar la deuda o embargarlos. Ella sale a realizar la venta. Él se queda en casa, lleno de aprensión y de odio, bebiendo whisky. El relato, que pertenece a ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, es extraordinariamente breve, diez páginas en mi edición de Vintage, especialmente teniendo en cuenta las amplias distancias emocionales que atraviesa, aunque siempre lleno de momentos y frases memorables. En el lapso de una tarde y un anochecer se desnuda y luego se vapulea de tal manera la vida espiritual entera de un hombre que el lector oscila entre la risa y el horror: posiblemente su matrimonio sea sacrificado a la adversidad; es casi seguro que su mujer le pondrá los cuernos con un comerciante de coches usados con el que sólo tiene relaciones esa noche; inútiles son la gran furia y la indignación que se desatan; sale a la luz la repugnancia que la mujer siente por él. Y, por supuesto, su coche se vende.

Ray leyó el relato casi a oscuras, muy encorvado sobre la lámpara del estrado, sin dejar un momento de juguetear con sus grandes gafas, carraspeando, bebiendo agua a sorbos, avanzando por las páginas de su libro como si nunca hubiera pensado realmente en leer ese relato en voz alta y no le resultara fácil hacerlo. Su voz era muy baja, aparentemente inexperta y vacilante, al punto de resultar irritante. Pero el efecto de la voz y el relato en el oyente era el de una vida real que se desplegaba de una forma tan destilada, tan intensa, tan elegida, tan contagiosa en sus urgencias que, al terminar, el oyente quedaba sin aliento, sin fuerzas. Fue una experiencia sobrecogedora, maravillosa en todos los sentidos.

Y del relato se aprendían muchas cosas: que así era la vida, ya lo sabíamos; lo que parecía nuevo era esta vida, la disponibilidad para la expresión literaria de esta gente, que de lo contrario pasaría inadvertida. Uno sentía además que una consecuencia del relato era intensificar la vida, incluso dignificarla, y descubrir en sus rincones y nichos sombríos lo que era necesario desvelar para que los lectores pudiéramos llevar una vida mejor. Y sin embargo la historia en sí misma, en su sobriedad, en su consciente intensidad, era un objeto hasta tal punto fabricado, que no se parecía en nada a la vida; era una pieza de construcción artística poco menos que abstracta, calculada para llegar a producir un placer casi vertiginoso. Esa noche en Dallas, Ray hizo una descarada demostración de las posibilidades de un relato en materia de artificio, de concisión, de fuerza de sentimientos, de proporción formal, de intenso y sorprendente dramatismo. El relato versaba decididamente sobre algo y era fácil seguirlo: trataba de lo que dos personas hacían frente a la adversidad que les cambiaba la vida. Pero no había allí pesado naturalismo. Nada en exceso. Pura y simplemente los rudimentos del realismo, de un realismo enormemente estilizado que no tenía por objeto el arte, sino la vida. Y verse expuesto a él era abrumador.

Mientras salíamos del edificio a la tenue noche de Texas, me acerqué a Ray y le di una palmada en la espalda (siempre lo hacíamos). Le dije: «¡Oh, Ray! Ha sido un relato fantástico. Y tu lectura ha sido perfecta [vacilando, dolorosamente, con renuencia, de manera casi inaccesible, como si todos los horrores, todas las conmociones y toda la comedia surgieran directamente de la vida verdadera, que es probablemente lo que ocurría].»

«Oh, Dios, Richard. ¿De verdad?», respondió Ray con mirada asombrada y una sonrisa. «¿Te ha gustado? ¿Sí? Me alegro muchísimo de oírlo. De verdad me alegro.» Se detuvo y sacudió la cabeza. «No recuerdo cuánto hace que no leo una historia en voz alta y sobrio. Quizás no lo había hecho nunca. Tenía miedo. Temía no poder terminar. Pero si te ha gustado, me siento más que satisfecho. Muchas gracias, amigo, estoy encantado. De verdad. Gracias, muchas gracias.»

Mientras escribo esto advierto lo «blando» y lo acrítico que resulta lo escrito, la poca distancia que guardo, pues escribir sobre Ray, incluso hoy, cuando ya lleva diez años muerto, es resistirse tan ferozmente a ese hecho —que se haya marchado—, que abordo nuestra amistad con la misma prudencia, el mismo cuidado y la misma ilimitada tolerancia con que lo habría hecho de haber estado él vivo y presente. En realidad, el hecho de escribir sobre Ray, de «verle» al modo de la remembranza, lo trae tan cerca —tan agradablemente cerca— que los detalles se mezclan, se confunden, se convierten en trozos de tela del profundo tejido de la vida vivida momento a momento.

En los meses posteriores a nuestro encuentro en Dallas, Ray estuvo presente esporádicamente en mi vida y en la de mi mujer, Kristina, a través de cartas y fugaces llamadas telefónicas. No recuerdo ahora dónde estaba él entonces. Yo estaba en Princeton tratando de escribir una novela y él donde había estado antes de que yo lo conociera: en Ninguna Parte. En el Oeste. No me dijo nada de dónde estaba su mujer. Yo no la conocía. Tampoco hablaba nunca de sus hijos, aunque una noche me dijo por teléfono que esperaba terminar un escrito y había pedido a su hijo que no le molestara durante un rato. De esa vida familiar yo no sabía nada.

Pero, una vez más, Ray parecía un hombre con demasiadas cosas en su mochila, gran parte de las cuales no admitían discusión, eran imposibles de aclarar y podían dejar una marca en una pizarra recién limpiada. Y también se tenía la sensación de que se trataba de un hombre que intentaba ser libre, aun sintiéndolo, de cosas y personas de las que creía absolutamente necesario liberarse, incluso de personas a las que amaba. Durante el tiempo que traté a Ray —los diez años siguientes— estuvo presente esta sensación de que había dejado atrás, en un único lote, muchas cosas buenas y muchas cosas malas, de modo que, entre mis escasos amigos, él parecía ser el que afrontaba la vida del modo más directo y abrupto, más adulto, un modo que hacía casi inevitables los cuentos que escribía.

Las amistades literarias son un asunto complejo, tramposo, a menudo volátil y mal comprendido por sus protagonistas. Lo típico es que giren en torno a cuestiones acerca de las cuales ambas partes se sienten probablemente muy poco seguras, pese a que es probable que, dada su importancia, su deseo apunte exactamente en sentido contrario: al carácter y el destino de la propia escritura. Lo normal es que terminen en absurdas equivocaciones, confusiones imposibles de disipar y profundas rivalidades, a menudo tan incompatibles con la amistad que nunca se corrigen.

Sin embargo, Ray y yo nunca experimentamos nada de esto. Yo más bien disfruto con la confrontación, pero Ray la odiaba. Con el tiempo, le vi llegar a extremos ridículos con tal de evitar las controversias: con Gordon Lish, su editor; con un agente al que quería despedir (yo fui el intermediario); o con el director Michael Cimino, cuando su acuerdo para que Ray escribiera un guión basado en la vida de Dostoievski se fue al garete y uno quedaba en deuda con el otro. Para Ray el colmo de la felicidad era cuando él era feliz y también lo eras, lo cual no siempre se da en los seres humanos. Y como él me gustaba, fue más fácil concentrarnos en el acuerdo. En consecuencia, por una informal y mutua deferencia que a veces parecía mera cortesía, él evitaba lo que yo no siempre era capaz de evitar con la mayoría de mis amigos escritores, esto es, estallidos de mal humor, sentimientos hirientes, separaciones tristes, la firme resolución de no volver a hacer nunca más ningún esfuerzo extra por una persona, duras lecciones acerca de la confianza y la rivalidad (soy de fiar; no soy un rival) que vuelven a ser objeto de doloroso aprendizaje con cada uno de los amigos, incluidos los que han seguido siéndolo hasta hoy.

Desde el comienzo, sin embargo, y en particular en 1978, cuando entró en mi vida y en mi casa del número 60 de Jefferson Road, en Princeton, Ray fue una verdadera alma bendita, condición de la que nunca se apartó hasta el final. Y ese modo de ser atraía la buena voluntad de casi todas las personas que lo rodeaban.

Como es natural, ha habido toda una serie de historias relativas al «Raymond Malo» (su nombre para él, un nombre que le gustaba), historias relativas a sus días de borracheras en San Francisco, Cupertino, Iowa City otra vez: ciudadanos aplastados con sillas, un golpe imprudente en una arteria vulnerable que provocó una carrera por las calles de una ciudad para evitar que la persona herida muriera desangrada. La bancarrota. Coches remolcados, riñas con todo el mundo, deudas impagadas, policía, cheques robados, besos robados, tiempo robado. Los viejos tiempos. Ray disfrutaba contándoselos a sí mismo.

Pero así como nunca lo vi tocar una copa, tampoco vi ninguna de las otras conductas. El Raymond Carver que yo conocí hace veinte años se había labrado su camino para salir poco a poco de las sombras a la luz y estaba tan agradecido como decidido a permanecer en la luz, mi luz, tu luz, la luz del lector, la luz del mundo, como cualquier converso a una religión posible.

Apenas traspuso la puerta de mi casa, me percaté de algo que a Ray le gustaba de mí. Había llegado aquel invierno de Goddard College, donde había conseguido un empleo en el programa experimental de máster en letras, dirigido por la poeta Ellen Voigt, empleo que le obligaba a estar sobrio. Iba a conseguir una casa de campo en Illinois, que alguien le prestaba para el invierno. Esperaba noticias de la Guggenheim, presentó propuestas de empleo a Yaddo y MacDowell y tenía una oferta de trabajo en Texas-El Paso para el otoño siguiente. Y tenía amigos dispuestos a apoyarlo si fracasaba el ofrecimiento de la casa de Illinois (que es lo que ocurrió). Lo que no tenía era un lugar donde poder estar en ese preciso momento, y Kristina y yo podíamos proporcionárselo. El día anterior a su llegada había estado en Nueva York, donde, mientras subía la escalera del metro en la Octava Avenida, lo detuvo una prostituta. «“Hola, Curly”», contaba Ray que ella le había dicho, «“¿tienes tiempo para una cita?” Y yo juro que pensé: “Sí, tiempo para una cita tengo, pero es lo único que tengo, desgraciadamente.”» Le encantaba esa historia. Le gustaban las historias de su época de desharrapado, historias para recordar en su época de prosperidad.

Lo que le gustó al llegar a Princeton fue nuestro modo de vida. Yo había ganado un dinero en el cine el año anterior, de modo que teníamos una buena casa en una calle bonita, pagábamos la hipoteca y éramos propietarios de nuestro coche francés. Kristina era Kristina, era como un millón de mujeres, le gustaba reír y tenía un puesto de profesora en Rudgers. Yo escribía. No teníamos familiares a nuestro cargo. No nos emborrachábamos y disfrutábamos juntos del sexo hasta altas horas de la noche. No necesitábamos abogados. Los bancos no nos amenazaban. Éramos pequeños ciudadanos sólidos y todavía no habíamos cumplido los treinta y cinco años. Cuando ahora pienso en aquella vida, no me sorprende que le gustara. Durante un tiempo, también me gustó a mí.

«A mí también me gustaría establecerme», dijo Ray aquella primera mañana. A las seis, él y yo estábamos en pie. Bebíamos café. Ray fumaba cigarrillos y, como era habitual a esa hora, apenas cuchicheábamos, como si los malos recuerdos y ciertas acariciadas esperanzas se reunieran en ese momento y necesitaran una cuidadosa selección. El ya había salido a comprar una bolsa de donuts de jalea y se había comido dos o tres. Nunca conocí a nadie que comiera peor que Raymond Carver, ni a nadie que sintiera mayor satisfacción en comer la porquería que él comía. «En realidad también me gustaría tener un buen coche», prosiguió, «y una casa decente. En El Paso, si puedo conseguirla. Me gustaría comenzar a vivir como un ser humano. Claro que me gustaría. Esto está muy bien, Richard. Me gusta cómo está esto», decía, y bajaba la cabeza para mirar furtivamente por la ventana de la cocina la gigantesca haya roja que crecía en nuestro patio. Había allí una antigua glorieta de Sears Roebuck rodeada de paquisandra que yo mismo había plantado. Los rododendros nos separaban de nuestros vecinos. La nieve cubría bellamente el suelo. Era una pequeña y agradable estampa. «Princeton, sí, claro», decía en tono de aprobación. «Tú tienes aquí tu despacho. Lo único que tienes que hacer es subir las escaleras y escribir.»

«Escribir algo bueno, por supuesto», decía yo.

«Da igual. Escribe una porquería», respondió entornando los ojos y eliminando una risa incipiente. Era feliz, pienso. Posiblemente se sentía seguro donde estaba. «Más tarde escribirás algo bueno. Hay mucho tiempo para eso. Yo escribiré buenos cuentos un tiempo, luego me sentaré de brazos cruzados en una gran casa con sirvientes y dejaré que lo hagas tú. Es lo justo. ¿Estás de acuerdo?»

«No podría estar más de acuerdo», dije. «Ni menos.»

Ahora pienso que no había nada de interés crematístico, envidia o egoísmo en la admiración de Ray por los detalles de la ordenada vida familiar de zona residencial que llevábamos Kristina y yo. Él estaba a la caza de algo bueno en el mundo, y se daba el caso de que nosotros estábamos en posesión de un modelo apropiado de lo que él buscaba. Sabía que era un magnífico escritor y que con eso podía abrirse camino. Y puesto que nosotros teníamos lo que él quería, o algo semejante, también él podía abrigar la esperanza de conseguirlo. Estoy seguro de que se complacía de que nosotros lo tuviéramos. Puede que sea algo mezquino por mi parte, pero ver lo bueno en el otro y quererlo para uno mismo no parece incompatible con la amistad. No es envidia. La envidia es otra cosa.

Pero al reflexionar sobre aquella mañana de enero he pensado siempre que Ray y yo nos hicimos amigos precisamente en el momento en que su suerte estaba cambiando de no tan buena a muy, muy buena. ¿Se puede pedir un comienzo más feliz para una amistad?

En esa época ya había leído sus relatos. Él había leído Un trozo de mi corazón, la novela que yo había publicado, y dijo que era «excelente, fuera de serie». Yo podía oírle decir tal cosa sin preocuparme por si tenía reservas acerca de mi escritura, o acerca de quién era mejor escritor (yo suponía que era él). Ray era seis o siete años mayor que yo, aunque esa diferencia de edad desaparecía casi por completo cuando estábamos juntos. Era como si quisiera recuperar el tiempo con tanta intensidad, o al menos apoderarse tan furiosamente de él, que se transformaba a voluntad en un joven de mi edad y por lo menos, cuando le convenía, adoptaba mi condición de suplicante del mundo literario. Lo cierto es que junto a Ray uno siempre sentía que el tiempo era extremadamente valioso y que tenía el deber —el afortunado deber— de aprovecharlo al máximo.

En 1977 esos relatos me impresionaron enormemente. Veintidós cuentos en ese primer libro, tantos y todos perfectamente acabados, pulidos, como si supiera con exactitud lo que hacía y no pudiera introducir una palabra equivocada. En gran parte de lo que Ray escribía flotaba una densa sensación de lo nefasto. La gente había tenido dificultades, o, peor aún, estaba pasando dificultades, como beber demasiado, pelear con personas queridas o abandonarlas y desesperarse por ello. Había muerte, ruptura, abandono, gente poco grata que se presenta en la puerta de casa con toda clase de noticias desagradables. «Un hombre sin manos llamó a mi puerta para venderme una fotografía de mi casa»: así comienza «Visor».[9] «Por la mañana [ella] me echa Teachers en la barriga y lo apura a lametones. Y esa misma tarde intenta tirarse por la ventana»: así comienza «Belvedere». A menudo este tipo de calamidades eran tan continuas que llegaban a ser absurdas y luego divertidas, aunque nunca perdían su arraigo en la seriedad. En aquellos relatos, la vida era algo serio. Y la vida, en especial la vida con los demás, era todo lo que había. Así, si tu vida era difícil, todo era difícil. Y cualquier cosa que pudiera uno encontrar para procurarse algo de alivio —encerrarse en el cuarto de baño y pedir a la esposa enamorada, aunque una vez infiel, que por favor se calle, que guarde silencio un solo instante; o subirse al tejado para tomar una foto; o pedir a los dos jóvenes que visitan el mercadillo que has montado en el jardín delantero de tu casa que se tomen un momento para bailar juntos en el camino de entrada—, cualquiera de esas cosas podía aportar alivio.

Por supuesto que, en el fondo, un relato es un instrumento de consuelo. Y a mi juicio la cualidad más llamativa de los cuentos de Ray no era que se inspiraran en la vida, ni que fueran más o menos desesperados o sobrios (muchas veces no eran en absoluto sobrios), sino más bien que constituyeran una confirmación personal de su autor, la inquebrantable elección que éste hacía del arte —el cuento— como consuelo de la vida, como agente de belleza. En el simple hecho de imaginar acontecimientos ficticios, en su compromiso con el lenguaje elaborado, objetivo, en su descripción formal de las emociones que los lectores tal vez nunca tengan que afrontar en la vida, hay placer y alivio, pero también belleza. Y si en los años siguientes se convirtió en el escritor preferido de todos es porque sus relatos —con Ray como su exponente vivo— compartían con el lector una manera de entender la vida según la cual ésta puede a veces inspirarnos el deseo de morder el borde del vaso de whisky, pero la compartían de una forma cuyo primer principio era reconciliar las verdaderas novedades que la vida lleva consigo. Éste es uno de los ideales más antiguos del arte, que parece sencillísimo cuando se lo lleva a cabo sin imperfecciones.

Ray y yo teníamos los mismos gustos literarios, por supuesto. Ahora parece más bien acuariano, pero muchas veces, después de una gran comida, cuando el poeta Michael Ryan estaba cerca, o tras la entrada de Tess Gallagher en la vida de Ray, acostumbrábamos a leer poemas en voz alta. Más que como narrador, Ray se presentaba como poeta, y adoptaba cierto aire reverencial cuando hablaba de versos y de versificación. (Siempre le dije que sólo escribía poemas cuando le faltaban los recursos necesarios para escribir un cuento propiamente dicho, y que los componía con extraños fragmentos y trozos que no encajaban en otro sitio. Y aún lo sigo pensando.)

Pero nos gustaban Galway Kinnell, James Wright, Richard Hugo, Elizabeth Bishop y William Carlos Williams, esa corriente de poesía norteamericana que viene de Whitman y se dirige a Philip Levin y C. K. Williams, los poemas que en general gustan a los novelistas y los cuentistas si es que les gustan los poemas, los que más fácilmente pueden gustar. Recuerdo con toda claridad a Tess leyendo el gran poema de Hugo titulado «Degrees of Gray in Philipsburg», y que cuando se oyó el último verso, «y su pelo rojo ilumina la pared», un oscuro silencio se apoderó de todos nosotros, una embarazosa carencia de palabras en torno al hecho de dejar que el poema nos penetrara abiertamente, con todo su directo presentimiento de muerte y lujuria y de ciudades florecientes que se van al garete y de chicas hermosas que nunca volveremos a ver. Es un poema sentimental y maravilloso de un poeta maravilloso y bastante sentimental que nunca fue reconocido como se merecía. Y transporta un vigoroso sentimiento a la manera en que un peón acarrea ladrillos en una obra. Pero todos suscribíamos eso. Parece ingenuo y pintoresco que hiciéramos tal cosa en 1978, cuando estábamos en la treintena. No conozco realmente a nadie que lo haya vuelto a hacer. Pero no quisiera no haberlo hecho, ni haber impedido que la escritura con aspiraciones literarias entrara en la vida y se convirtiera en parte integrante de ella como este poema lo había hecho, o no haberlo hecho en presencia de mis amigos cuando éramos todos jóvenes de corazón.

Y había más cosas que nos unían. Los padres de Ray y los míos pertenecían a la misma generación de la Arkansas rural anterior a 1910, se habían criado a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia y de alguna manera habían mantenido su solvencia durante la Depresión, si bien escapando de un modo un tanto salvaje: los padres de Ray fueron hasta Oregón, mientras que los míos encontraron empleos estables en Little Rock. Demasiado jóvenes para una guerra y demasiado viejos para la siguiente. Esa experiencia de pasados comunes y en algún momento borrados significaba algo para Ray y para mí, confirmaba cosas que sabíamos y que sabíamos que compartíamos, como que el hecho de tener o no tener trabajo era un asunto esencial; que la mala suerte acechaba y se apoderaba de ti cuando menos preparado estabas; que aquellos a quienes amabas eran importantes y que el matrimonio era un compromiso humano fundamental expuesto a impresionantes debilidades; que los niños eran una bendición compleja porque había que procurarles casa y comida, pero sobrevivían a los padres como gesto de gratitud; y que marcharse de un lugar a otro sólo cambia el escenario, no lo que uno es. Como visión del mundo, eso parecía llevar implícito una especie de Existencialismo de las Praderas, lo que no excluye sus usos dramáticos.

Cuando nací, en 1944, en la juventud ya tardía de mis padres, éstos aceptaron esencialmente el compromiso y, por mi bien, dejaron las locuras para siempre. El padre de Ray, por otro lado, era mecánico de molinos y, además, borracho. Un atardecer de los años cuarenta fue a su casa y, aunque tenía la comida servida, optó por una botella de whisky y después se fue a dormir para no volver a despertar nunca más. De manera bastante simple, esas historias, cuando nos las contábamos mutuamente en 1979, significaban algo, pero algo muy sencillo; que la vida puede ir en un sentido o en otro, que siempre interviene la suerte y que vivir es cargar con las consecuencias. La ficción, por supuesto, en uno u otro sentido se refiere muchas veces precisamente a eso, a calcular consecuencias, el pasado se cierne sobre el presente y da comienzo a un movimiento a veces asombroso del futuro.

Todo el mundo conoce la historia del hombre bueno que trabaja como un condenado, sin flaquear nunca, se mantiene fiel a una vocación, padece contrariedades, aguanta heridas que desmoralizarían a otros y finalmente toca fondo, a pesar de lo cual hace un esfuerzo, pasa página, se recupera, encuentra nuevas soluciones y después de eso su suerte cambia, todos sus planes se cumplen con éxito, los extraños lo quieren y lo elogian y todo lo que toca se convierte en oro, pero a partir de ese momento se transforma en un cabronazo, ignora a sus amigos, comienza a frecuentar estrellas cinematográficas y todos los que lo conocen lamentan haberlo conocido.

Esto no ocurrió con Raymond Carver. Raros son los espíritus que saben llevar con elegancia la buena suerte, madurar y hacerse mejores a medida que aumenta su gloria. Ray fue uno de ellos.

Ray nunca hablaba mal prácticamente de nadie, con excepción, por lo que recuerdo, de dos amigos míos que en momentos decisivos se negaron a prestarle pequeñas sumas de dinero. (Que otros sufran necesidad debería ser una lección para nosotros.) Su actitud general, incluso en aquellos tiempos inseguros, era la de encontrar algo que elogiar, un relato o un poema de algún otro, la entereza de alguien en su condición de amigo, el ingenio o la inteligencia de alguien, o bien su ferocidad, que era algo que admiraba especialmente. Todos los que teníamos trato con él por entonces —Tobias Wolff, Geoffrey Wolff, Chuck Kinder, Bill Kittredge, Amanda Urban— estábamos de acuerdo en que Ray ya había tenido su cuota de desgracia y no quería ni siquiera hablar de ella, como si un viento de retorno pudiera traerla de nuevo.

No había ninguna falsedad en eso. Todos tenemos tendencia a mirar ligeramente de soslayo a alguien que pronuncia un elogio —en esto los escritores podemos ser los peores y los más adeptos—, como si hablar mal de alguien, en particular si el sujeto en cuestión no está presente, requiriera cierta desvergüenza. Con Ray, uno podía creer que quizá experimentara escaso entusiasmo por alguien o por la obra de alguien. Pero si uno se fijaba en el sentimiento que le provocaba lo que había visto, entendía que no se molestase. A veces nos burlábamos de él. Raymond. San Raymond. Pero ésa fue otra lección, aun cuando otros y yo no la aprendiéramos a la perfección. «Bueno, sí, lo leí», decía con mirada seria, a veces cómicamente seria. «Sí, lo leí. Bueno… No sé.» O bien: «La conocí. Bien. Era magnífica. Sí, sí… Pero os diré lo que de verdad me gustó. Me gustó…», y desviaba la conversación hacia temas más prometedores.

Y yo disponía de sólidas pruebas para pensar que, pese al amplio conocimiento que tenía de Ray, prácticamente cualquier otra persona podía haber conocido al mismo hombre, podía haberlo visto y querido tanto como yo. Lo que mide bien a una persona es el hecho de que sea la misma en cualquier momento y en cualquier lugar donde nos crucemos con ella. Conocer la amistad de esta manera es comprender que no es excluyente, sino tan generosa como el amor. Y seguramente este fenómeno, casi tanto como su obra (pero sólo casi), hizo de él una figura tan curiosamente encantadora para el mundo. Él había visto algunas cosas, como lleva implícito su gran relato de comienzos de los años ochenta «El señor Café y el señor Arreglos».[10] Había experimentado muchos y fuertes sentimientos en su vida y podía imaginar que otro también los hubiera experimentado, fuera quien fuese. Y las cosas no se le dieron tan mal; en realidad, terminaron tan bien que se vio obligado a una gratitud próxima a la humildad. Así pues, era posible que lo mismo te ocurriera a ti, y quería que supieras que eso era lo que él pensaba. La buena suerte era común a ambos. Así era él. El buen Raymond.

En mi caso particular, fue un amigo generoso. Habló bien de mí a mis espaldas: a editores de Inglaterra y de Francia; a su amigo y editor Gary Fisketjon, que luego fue amigo mío; a periodistas que nunca habían oído hablar de mí o de lo que había escrito. Se abstenía de darme consejos que yo no pedía, y no parecía querer que fuera como él, sino que fuera yo mismo y cometiera todos los errores de juicio o de temperamento, todos los excesos que pareciera decidido a cometer, pero luego, cuando las cosas se asentaron, fue para mí el mismo de siempre. Convinimos desde el comienzo de nuestras relaciones que Ray no haría por mí absolutamente nada que no pudiera hacer en consonancia con su propio e indudable interés, en la medida en que éste —el de ser un gran escritor leído con admiración en el mundo entero— se había forjado al rojo vivo y no admitía inflexiones. He aquí el sentido de esta teoría de la amistad. ¿Cómo se puede pedir más de un amigo y sin embargo seguir aferrado al fundamento del progreso personal?

Sé que Ray abrigaba diversas ideas incompletas y erróneas sobre mí, la mayoría de las cuales me alegraba dejar correr. En particular le gustaba pensar que yo era un hombre feroz, lo que no es verdad, aunque al lado espeluznante de su personalidad le agradara considerarme de esa manera. En una ocasión visitamos Provincetown. Era noviembre y dábamos un paseo por la playa fría al atardecer, cuando, por el camino, Ray empezó a hablarme de un problema en el que se había metido su hija —a la que quería muchísimo— en el estado de Washington. Al parecer, había un motorista implicado en el asunto; se trataba de un episodio de mala conducta, de cierta actividad ilegal. Se angustiaba por haber quedado al margen de esa parte de su vida, y volver atrás no era posible.

«Me gustaría poder hacer algo», dijo, fumando un cigarrillo en la fría brisa con el cuello de su no muy adecuado chaquetón subido hasta la barbilla. «Juro por Dios, Richard, que contrataría a alguien para que matara a ese motorista. Lo haría. Claro que lo haría. ¿Sabes?», agregó, y me miró; parecía atormentado por los acontecimientos. «Lo mataría yo mismo si no supiera que me iban a coger. Sería el primero al que buscarían, por supuesto.»

«Mira», dije pensando un momento en ello, pensando en lo que un amigo haría por un amigo que se hallara en una situación difícil de manejar, «basta con que me compres un billete, volaré hasta allí y lo mataré yo. Esperaré junto a su caravana, oculto entre los arbustos, y cuando suba a su Harley le dispararé por sorpresa. Nadie imaginará que he sido yo. Sólo tienes que comprarme un billete. Yo no tengo dinero, por supuesto.»

«Oh, Dios mío, Richard», respondió Ray. «No lo sé.» Me miró con ojos inquietos, tratando de evaluar si estaba hablando en serio y, hasta cierto punto, deseando que así fuera.

«Bueno, Ray, ¡mierda!», dije a mi vez. «¿Ese tío te está haciendo daño, ¿o no? ¿Quieres ir en tu papel de suegro y hablar francamente con él? Estoy seguro de que te engañaría.»

«No», dijo Ray con suavidad pero con firmeza. «No puedo hacer eso. Preferiría que desapareciera solito. ¿Entiendes?»

«Bien, podemos hacer que desaparezca. Yo me limitaré a pegarle un tiro.»

«Pegarle un tiro», dijo Ray, como si de pronto las palabras aparecieran escritas ante su vista en la playa neblinosa y necesitara leerlas detenidamente: Pegarle un tiro. «Vale, de acuerdo», agregó de pronto, aterrorizado. «Pero tal vez deberíamos esperar un poco.»

«De acuerdo, por supuesto. Esperaremos. Sólo quería que supieras que tenías otra opción», dije, aliviado por no tener que insistir en mi ofrecimiento. «Siempre hay una solución para todos los problemas», añadí para concluir coherentemente con una nota de sangre fría.

«Sí, sí, claro que la hay, ya lo sé», respondió Ray sombrío mientras arrojaba su cigarrillo a la arena. «Yo también conozco esas soluciones. No lo dudes. Por supuesto que las conozco.»

«No quisiera que te sintieras atrapado a miles de kilómetros de aquí», dije.

«Vale, de acuerdo», respondió Ray con viveza. «Te lo agradezco. De verdad que te lo agradezco. Tendrás noticias mías. Sólo tienes que esperar hasta que te diga algo. Yo te daré la señal.» Me miró levantando los ojos y sonrió.

«De acuerdo. Esperaré», dije, y reí. «Tú me darás la señal.»

Más adelante, ese mismo año, tratamos de redactar un guión para el director Richard Pearce, amigo de Ray. En nuestra historia escrita a medias, un hombre viajaba campo a través para cometer un asesinato por el bien de otro, amigo suyo. Durante meses y meses trabajamos en ese guión, cartas y borradores fueron y vinieron entre Princeton y Port Angeles, donde vivían él y Tess. Sin embargo, la premisa básica le pareció inverosímil a la gente importante de la que esperábamos mucho dinero por la historia. «¿Por qué alguien habría de hacer tal cosa?», decían, y lo repetían una y otra vez.

«Por amistad», explicábamos nosotros.

«Oh, no», insistían, «la amistad se da en torno a otras cosas, no hay amistad para el asesinato.»

«En nuestra historia, sí», asegurábamos, y sabíamos que teníamos razón.

Nunca nos respondieron.

En este episodio hay muchos signos de gran vivacidad y reveladores del carácter de Ray: su naturaleza asustadiza, surgida de los malos tiempos, pero canalizada hacia el bien. (A Ray se le podía contar una historia espeluznante y aterrorizarlo; pero también podía asustarse con una que contara él mismo. Eso le gustaba.) También está la relación complejamente penosa con su pasado, la vida que habría querido que resultase mejor para todo el mundo, pero a la que no se podía volver. Y está la ya mencionada disposición a amplificar la vida considerándome un bandido (aunque distaba mucho de serlo, y estaba todo dicho). Y por debajo de todo eso, la voluntad de tomar en serio cualquier cosa que dijera yo, o cualquiera de sus amigos íntimos, llegando incluso a extremos grotescos. «Oh, Dios mío, no me digas», decía a propósito de una ridícula desgracia sólo a medias verdadera, y luego se reía. Siempre me divertía y me alegraba —lo que, una vez más, era cierto para muchos de sus amigos— hacer reír a Ray. A él no le gustaban los chistes ni los contaba. Pero le encantaba reírse de la vida, y te habría seguido si hubieras podido describirla con todos sus sufrimientos pero él hubiera podido salvarse al final.

A lo largo de los años nos vimos en Port Angeles, en Seattle, en Princeton, en Nueva York, en diversas casas de Vermont que yo alquilaba, en Syracuse, en Missoula, en Londres, en Edimburgo, en París, en Nueva Orleans. A menudo nuestras cartas eran cordiales saludos enviados para acompañar itinerarios. Tengo dudas poco interesantes acerca de mi propio itinerario. («A cualquier lugar menos éste», solíamos decir Ray, Mona Simpson y yo, y nos reíamos, pero también lo decíamos en serio.) Pero Ray compensaba el tiempo perdido, aprovechaba las oportunidades (una lectura, una conferencia, la firma de un libro, una gira de promoción en el extranjero, una «embajada» en la USLA) en la medida en que se le daban, como merecido premio a su buen trabajo.

«¿Richard?», me dijo una vez por teléfono, quizá en 1984, cuando una nueva racha de buena suerte había caído en su escritorio. Un contrato para una película. Un relato aceptado por The New Yorker. Una lista de bestsellers extranjeros. Algún premio de la American Academy, la recompensa mixta del éxito literario. Hubo muchas de esas llamadas. Todos sus amigos las recibían. En realidad era difícil resistirse a ellas. Sencillamente estaba loco de alegría. «Richard?», dijo, «juro que la rueda de la fortuna se ha detenido en mi número. ¿Puedes creerlo? Es asombroso. Es bueno para todos nosotros. ¡Dios mío! La suerte está cambiando. Sí, sí, está cambiando.»

«Al menos para ti», dije, para provocarlo.

«Bueno, sí», respondió mascullando una risita que siempre era el reconocimiento del lado sombrío del buen presagio, incluso el suyo. «Está cambiando para mí. Sí, eso es cierto. Para ti cambiará inmediatamente después. No te importa, ¿no?» Y volvió a reír. El sabía que la suerte es una broma. Pero una broma seria.

«No, Ray, no me importa. La mía será de mejor calidad que la tuya.»

«Vale, bien, lo has cogido.» Le gustaba la idea de un pájaro en la mano, en su mano. «Has cogido los bienes de mayor calidad. Me limitaré a llenar mi cesta y salir a tu encuentro. Me siento feliz de que te guste que así sea.»

A Ray le gustaba la idea de una cesta llena. El cuerno de la abundancia era su símbolo de una mínima época buena. Era su naturaleza, y probablemente tenía que ver con el sentimiento de privación experimentado durante la infancia. «Mejor, más para mí», decía cuando uno declinaba algún ofrecimiento suyo, como dividir los honorarios de una lectura, ir a pescar a Puget Sound o compartir un último donut. Siempre estaba ofreciendo algo, un trozo de su buena fortuna. Él pensaba que para eso servía la fortuna, que en parte era buena precisamente por eso. Pero si tú no querías tu trozo, a él le seguía apeteciendo.

Ray quería un barco pesquero, así que compró tres barcos pesqueros. Quería una casa nueva en Port Angeles, así que compró dos casas nuevas. Quería un bonito coche nuevo, así que compró un Jeep Cherokee rojo y un día apareció en Missoula conduciendo un Mercedes 300D nuevo plateado cuyos asientos, como pude observar, eran de plástico, no de cuero. «Por Dios», dijo, enfadadísimo, «ya me ocuparé de eso. Verás como la próxima vez que me veas llevo asientos de cuero u otro coche. Eso, por descontado. Pagué por asientos de cuero. Y los quiero.»

Ray odiaba cualquier forma de trabajo físico, y habría hecho todo lo posible por evitarlo; probablemente fuera el hombre físicamente más inepto que jamás haya conocido, pese a su robustez. Sin embargo, le gustaba pescar y le gustaba la caza, cosas que había hecho de pequeño en Washington y en Oregón. Por esa razón fuimos a Saskatchewan, a Vermont, a Montana y al Estrecho de Juan de Fuca. Fue puro placer, para él aparentemente sin fin. Era evidente su deseo de que aquello no acabara nunca. Y se pasaba el tiempo escribiendo. Nuevos relatos. Muchos poemas. Reseñas, memorias y ensayos que versaban sobre los difíciles orígenes de su deseo de ser un gran escritor y ofrecían pruebas de que, en algunos casos, esos comienzos pueden ser bastante positivos.

Nunca, durante toda esta prolongada lluvia de buena suerte —mediados de los años ochenta—, le oí una palabra de envidia por la buena fortuna ajena, desmerecer la gloria de nadie ni traicionar los sinceros esfuerzos propios o ajenos. Y nunca le oí hablar de talento. Los escritores serios casi nunca lo hacen, porque saben, si es que algo saben, que el talento no es más que el primer paso requerido y que muchos que tienen talento no llegan nunca a nada, que es muy difícil calificar el talento y que éste sólo promete, pero normalmente no produce. Lo que produce —y Ray lo sabía, yo lo sabía y Tess lo sabía— es «estar en tu puesto», como decía Ray, esto es, estar allí, presente en tu trabajo. Tampoco es necesario hablar de suerte. La suerte sí que produce; por un tiempo le acompañó y él la amó como a una hermana.

En esos años, estuve durante un período de tiempo prolongado a la sombra de Ray, bajo su protección (si es que no lo estoy todavía o si alguna vez dejaré de estarlo). Y aunque yo seguramente deseaba el bien para mí, siempre me gustaba que cayera a mi alrededor. Comprobar de cerca cómo Ray se hacía famoso era instructivo. Me gustaba verle aferrado a su humildad ante las alabanzas clamorosas, ver crecer su confianza en sus elecciones, pero no cejar en su empeño de que la nueva selección de cuentos fuera mejor que la anterior. Nunca me hizo sentir que estuviera a su sombra, nunca me regañó cuando tomaba de él el ritmo de un párrafo, o cuando, sin darme cuenta, le robaba el nombre de un personaje o hacía mío el estilo directo y sin improvisaciones introductorias de su cuento, que él, con toda premeditación, había tomado de Chéjov. Hacer cualquiera de estas cosas, ponerme contra mí mismo, era algo ajeno a su naturaleza. Él estaba demasiado seguro de sí mismo. Que yo tratara de abrirme mi camino no interfería en el suyo. Éramos amigos.

La influencia, en realidad, es una cuestión sobre la cual nunca hablamos, pero que dábamos por supuesta. Lo mismo que el talento. Si escribías bien, tenías talento. Si escribías algo, la obra de alguien había influido en ti. Sólo cabía esperar que la obra que te había influido fuera buena y que tú pudieras hacer algo bueno con ella.

Y si yo estaba en el extremo receptor de la influencia literaria de Ray, como estoy seguro de que hasta cierto punto estaba, seria bonito pensar ahora que escribí en aquellos días algo a lo que él podía haber encontrado alguna utilidad: una frase más larga, tal vez, o un poco más de explicación de las motivaciones de un personaje, una mano más pesada en el final de un relato para darle más luz. (No tengo prueba alguna de que esa influencia tuviera lugar alguna vez.)

Pero sus frases eran indudablemente contagiosas, aunque sólo fuera porque parecían tan fáciles de escribir, tan naturales, que producían efectos palpables en la manera de reflejar y magnificar la vida. Hacía años que yo había dejado de tratar de escribir cuentos. En realidad, empecé a escribir una novela porque los cuentos —el medio de aprendizaje aceptado para un escritor novel— no me habían dado buenos resultados. Tenía temas, pero me faltaba una concepción propia, personal, del relato. Leer a Ray me hizo otra vez de repente atractivo el cuento. Esta es siempre la manera en que una buena escritura estimula otra obra o tal vez influye en ella: ves algo que te gusta, tomas nota de los poderosos efectos que provoca en ti y saboreas la idea de poder provocar tú también esos efectos con tu escritura. Y entonces pruebas.

Sin embargo, nunca pude leer los cuentos de Ray y escribir al mismo tiempo. Yo tenía casi treinta y cuatro años cuando conocí a Ray Carver, y ya sabía algo sobre los peligros que conllevaba la influencia de leer a Faulkner y a Walker Percy, dos escritores que me marcaron tanto que ahora no puedo leerlos. Comprendí que lo que nunca podría transmitirse a través de la influencia de un escritor sobre otro es el conjunto, el verdadero complejo de fuerzas «subyacente» a la superficie estilística de cualquier narración. Yo sabía que, en el mejor de los casos —aun en el de flagrante imitación—, lo que se consigue es sólo la versión de una superficie y quizá ciertos toques en una o dos fuerzas originales por debajo de la superficie, mientras que el mejor «uso» de la influencia es dejarse llevar por lo que a uno le gusta, entender que nunca podrá reproducirlo (en realidad, si pudiera no lo haría), sentirse animado y luego seguir el camino en solitario.

La influencia, escribe Denis Donoghue en su biografía de Walter Pater, puede representar la «presencia» de un fragmento de escritura en la vida de otro, pero, para ser más exactos, la influencia es una relación, un «campo de acción» en el que el lector influenciado es «libre de tener en cuenta muchas líneas de fuerza, afiliaciones, trayectorias». Me siento feliz de decir —y Ray lo sabía, sin duda— que durante un tiempo crucial de mi vida sus relatos fueron una presencia conmovedora en los cuentos que yo escribía, de la misma manera en que estoy seguro de que su obra proyectará una luz de cierta intensidad sobre cualquier cosa que escriba en el futuro. Después de todo, su obra es magnífica. Me muestra, como muestra a todos los lectores, cómo puede ser una versión de lo bueno. Y luego, como él mismo habría deseado, nos deja libres. ¿Quién, por mor de no sufrir influencias, querría algo distinto, algo menos bueno? ¿Quién habría deseado otro amigo? Yo no, seguro. Yo no. Jamás.

No tengo un buen final para esto. Una vez escribí en un libro: «La vida carecerá siempre de un final natural, convincente. Excepto uno.» Y sobre ese único final, el de Ray, su final natural y convincente en la tierra, simplemente no me apetece escribir.

Nuestra época pasó rápidamente mientras transcurría. Y el tiempo intermedio también ha pasado rápidamente. Sin embargo, la recuerdo larga. Toda ella parece haber sido muy prolongada, y esta doble sensación me hace pensar que la viví correctamente. Aun cuando nunca volveré a tener un amigo como Ray —yo y todos nosotros experimentamos cada día su ausencia, nos sentimos expuestos al mundo de una manera que no conocíamos—, creo que la manera en que hoy veo ese tiempo precioso es un buen presagio. Fue una época plena, alegre, complicada, cargada, un tiempo de entrega en el que no sentíamos las barreras de la vida, no podíamos volver atrás, sólo seguir adelante. Y recordarlo de esta manera, en la segunda mitad de mi vida, significa que todavía puedo reconocer algo importante cuando lo veo. Significa que no estoy tan ocupado como para no poder hacer una pausa en lo que es bueno. Significa que sé que el ahora es el ahora y debe ser tratado con respeto. Quisiera que Ray estuviera aquí. Quisiera no estar escribiendo esto. Pero este sentimiento de añoranza existe. Y, salvo por estas dos perplejidades —una enorme y la otra infinitesimal—, no quisiera que las cosas hubieran sido distintas ni en el fragmento más insignificante.

Un comentario en “Richard Ford – El buen Raymond

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